Nací
en una familia católica. No diremos que ni mis padres ni mis hermanos ni yo
eramos practicantes (o sea, fieles) de esta religión. Éramos apenas esporádicos
visitantes de la iglesia y ocasionalmente íbamos a misa. En mi casa no había
ninguna biblia o algún nuevo testamento
que tuvieran señales de ser leídos a diario o semanalmente o siquiera una vez al mes.
Lo
que sí, es que el temor a Dios estaba siempre presente en mi mente y en
la de todos nosotros.
Sin
embargo, aún siendo niño, me costaba una enormidad digerir ciertas “verdades
irrefutables” sobre Dios y la Biblia que incluían las mismas palabras que hoy
aparecen en la búsqueda de Google sobre la creación del Universo:
«En el principio creó
Dios el cielo y la tierra. La tierra era soledad y caos, y las tinieblas
cubrían el abismo; pero el espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas.
... Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de las tinieblas; y
llamó Dios a la luz «día», y a las tinieblas la llamó «noche».
¿Quién
podría hoy tragarse esta versión de la creación del Universo que no sea un
fanático religioso de la Biblia o algún obnubilado creyente
católico-apostólico-romano?
Mientras
más leía los titulares del periódico que diariamente llegaba a nuestra casa,
más dudaba de las peroratas de los curas hermanos en mi colegio de Mercedarios
sobre la existencia de Dios, sobre su misericordia, sobre su omnipresencia o
sobre el cielo y la divinidad del Paraíso.
La
riqueza, la pobreza, las guerras, el hambre, el dolor y la muerte de millones
de seres humanos en manos de unos cuantos monstruosos dictadores me hacían
hervir la sangre frente a las imágenes del Papa, el Vaticano, la Capilla
Sixtina, el cáliz de oro y las otras refulgentes riquezas de la iglesia.
Lo
que más me dolía era aquello de la “misericordia de Dios”. En mi mente, el
hambre y la miseria del Mundo se contradecían con la piedad, la bondad o la
compasión de aquel de dios y de todos los otros benditos dioses bien asentados
en sus tronos. La naturaleza, despiadada y salvaje, tampoco me parecía ser la
creación de algún dios clemente, amoroso, compasivo, tierno y bondadoso.
Muchas
veces, muchas, siendo un joven estúpido y rebelde, sintiéndome solo y
desesperado, me detuve frente a las puertas de algunas iglesias y sin embargo
no fui capaz de entrar porque algo en mi interior me decía que allí no había
nada cierto que pudiera servirme de inspiración o de alivio.
Mi
abuelo en su lecho de muerte repitió al oído de mi madre -segundos antes de
fallecer- una frase que caló hondo en mi corazón: “Mijita, en este mundo
estamos solos, solos, solos”.
El
tata estuvo postrado en cama por mucho tiempo afectado de un cáncer a la
garganta que no le permitía hablar.
No
soy ateo para nada. Mi fe está puesta en algo superior que habita en mí mismo y
que tiene que ver con un universo místico muy mío. Una conexión espiritual que
es parte intrínseca de la estructura de lo que soy psíquicamente. No es un
vínculo con dioses. Es una emoción, una voz, una explosión, una llamarada, el
hilo de plata de Lobsang Rampa, un cordón umbilical con lo insondable a través
de la intuición. Se podrían usar muchas palabras para describir algo que en realidad
no tiene cómo describirse. La fe es un asunto demasiado profundo y misterioso
como para transformarla en una reseña o alguna explicación.
Millones
de personas expertas y eruditas niegan de la existencia de asuntos que tienen
que ver con la parasicología (psicoquinesia, telekinesia, precognición…), lo
paranormal, incluidas la telepatía o la clarividencia. Alegan que la ciencia no
ha sido capaz de probar fehacientemente ninguna de esas cosas. Sin embargo,
estas mismas personas no tienen ningún problema en asegurar la existencia de
algún dios propio (de los millones que hay y que han habido) y depositar toda
su fe en ellos sin que técnica ni científicamente exista prueba alguna de que
tales dioses sean o hayan sido reales (¿?)
El
mundo es un sitio misterioso, y a la vez un ínfimo grano de arena en medio de
un inconmensurable espacio infinito (valga la redundancia). La vida –entre
todas las especies que le habitan- es dura, cruel y, a la vez, una espesa
batalla por la sobrevivencia. Todas las criaturas –con la excepción del ser
humano y algunas pocas especies “inteligentes”- viven entregadas a la suerte de
ser depredadores o presas.
La
belleza del planeta es, a su vez, mágica y sobrecogedora.
Sin
embargo, me llama la atención la “retorcida mentalidad” que es posible
encontrar en la naturaleza respecto de algunos seres vivos, por ejemplo, y que
es algo que me hace rechazar de plano cualquier planteamiento de la creación
del mundo por algún dios gentil, amable y misericordioso.
Así,
la hormiga carpintera de Tailandia tiene un panorama de horror en su vida
porque corre el peligro de ser transformada en un zombi debido al espeluznante ataque de un hongo llamado O.
Unilateralis, el que es capaz de controlarla y hacer que ella haga
exactamente lo que este hongo le ordene.
Pero, lo más extraordinario y espeluznante de este hongo es
que no invade el cerebro ni tampoco lo daña para manipular a la hormiga. Lo que
verdaderamente hace es transformarse en una especie de titiritero de su víctima. Para lograrlo, le invade el sistema
muscular de tal forma, que, es capaz de dirigir los movimientos de las piernas
y mandíbulas de su huésped y conducirla hacia algún lugar donde se den las
mejores condiciones ambientales para que el hongo pueda reproducirse. Luego, la
hace instalarse en la parte inferior de alguna hoja sobre el suelo para
finalmente maniobrar los músculos de la mandíbula de la hormiga –ya zombi- y
hacer que su boca muerda la hoja para con ello dejarla anclada sobre ella hasta
su muerte. Del cuerpo de la hormiga emergen fibras creadas por el hongo que se
afianzan firmemente a la hoja dejándola completamente “amarrada”
Sobre la cabeza de la hormiga muerta habrá crecido una
especie de ornamenta que lleva las esporas del hongo que le servirán para
contaminar a otras hormigas y repetir todo el proceso.
Ni al guionista de Walking Dead o Alien o de cualquier otra
película de monstruos terrenales o alienígenas se le habría ocurrido una idea
tan espeluznante.
Lo que sí, es que este es un plan demasiado sofisticado,
perturbador y macabro como para llegar a creer que esta naturaleza tiene algo
de divino en su creación. Ni los 7 días con sus 7 noches –como pregonan algunos
sobre la creación del mundo- serían suficientes para inventar una madeja de tamaña
monstruosidad (más todo lo demás): O sea, el Universo con Adán&Eva
incluidos.
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