Se
da el caso de algunas encuestas que dan señales del porqué los chilenos somos
unos conductores cascarrabias que cada vez nos volvemos más intolerantes con la
forma de conducir que “tienen otros”.
O sea, aquello anecdótico del personaje que llama a la policía para señalarle
que en la avenida donde él circula “todos
los idiotas van contra el tránsito”, se está volviendo una realidad,
un estado mental cada vez más delirante.
La gente tras el volante quiere ir muy rápido aunque no tenga prisa ni
vaya a ninguna parte. El asunto es ir y llegar primero.
Lo malo del caso es que esta manía de conducir a lo bestia se da especialmente en las
grandes urbes, en las metrópolis de fierro y cemento donde la vida parece tener
una velocidad distinta a la que, por ejemplo, tenemos quienes disfrutamos de
estos paisajes fabulosos y de ese mar exquisito de Algarrobo que es la panorámica que nos
acompaña cuando vamos a hacer algún trámite o quizás de compras, conduciendo
por la costanera relajadamente mientras practicamos el tradicional deporte
algarrobino de esquivar los hoyos y baches (algo que algunos hacen casi de
memoria tras 15 años consecutivos de práctica).
¿Y por qué digo “lo malo”? Pues, porque está
de cajón que los más asiduos visitantes a nuestro paraíso, son, sin duda
ninguna, los santiaguinos. La encuesta acusa un número escandaloso de
conductores capitalinos con unas ansias locas de ir, llegar o estacionarse más
rápido que nadie en cualquier parte. Es una manía que, según la encuesta, hace
que un 25% de los conductores del gran Santiago sea considerado como “agresivo, ofensivo, nervioso e impulsivo”.
Y el estudio no está haciendo referencia a asesinos en serie, sino a simples
automovilistas cotidianos que van de aquí para allá (y que luego vienen para
acá)…
…¡¡Socorro!!
Según
describe el informe, la marca registrada de estos conductores chilenos, es, la
rabia. Mientras en otros países, los maniáticos del volante viven la vida
loca sometidos a un caos indimensionable en todas las vías por donde es posible
circular, y muy pocos de ellos entran en modo rabioso por el despelote y las
malas maniobras de los demás, en Chile los conductores reaccionan con una ira
desproporcionada. De hecho, para un miembro de un gremio de pedaleros conocido
como “Ciclistas Furiosos”, Santiago,
es una fuente inagotable de pelotudos…”hay pelotudos ciclistas, pelotudos peatones y pelotudos
automovilistas”, concluye.
Para otros
estudiosos del tema, Santiago, no tiene ya calles aptas para la circulación del
desproporcionado número de automóviles existentes, buses y otros vehículos de servicio, y además,
existe una gran variedad de acciones de presión sobre el tráfico vehicular -como
restricciones, vías exclusivas, vías reversibles, empadronamientos por cámaras
de video, pagos por uso de calles, etc.- que afectan el ánimo explosivo de los
automovilistas sometidos a tales exigencias y al caos permanente del mismo
tráfico… Entonces, cualquier cosa,
cualquier mirada, cualquier bocinazo, cualquier aceleración, cualquier intento
de adelantamiento, es más que suficiente para que las rabias se desaten y los
humanos (¿dije humanoides?) tras el volante pierdan su condición de ciudadanos y se
vuelvan como aquellos neandertales del pasado que, en vez de un
traguito, una conversa o algún convencimiento, se iban de una vez al garrotazo,
para luego arrastrar a la “novia” de las greñas hasta su cueva para darle todo,
todo, todo su amor.
Esta misma
emocionalidad exacerbada se extiende en las autopistas de Chile donde una gran
mayoría de los conductores que circulan en ellas no tienen el menor asco en pasarse por el forro las normas del
tránsito, especialmente, aquella que dice relación con la Velocidad Máxima.
En un viaje
que hice al Sur, confieso, sin demasiada
vergüenza, haberle metido chala en varios tramos de los 1.110 kilómetros que separan
Algarrobo de Puerto Varas. Sin embargo, y a pesar de ir al límite (pasado) de
los 120 k/h máximos que autoriza el reglamento, una gran cantidad de autos
(especialmente negros, rojos y blancos) me adelantaban como si estuviera
parado. Está muy claro que existe una relación entre el color del auto y el tipo que lo conduce: los negros
(que no son sociópatas), los rojos (que no son comunistas) y los blancos (que
no son angelitos) pertenecen al lote de los que andan más rápido que ningún
otro y también son de los que reaccionan al menor intento de sobrepasarlos. No
les gusta ir detrás de nadie.
De hecho, en
varios estudios del comportamiento psicológico de los automovilistas
según el color de sus coches, aparecen varias cosas muy interesantes. Por
ejemplo, los que se van por el gris-plata,
pertenecen al grupo de los conductores más cuerdos y sensatos que optan por la
seguridad y el cumplimiento de lo indicado en la señalética del tránsito. Los
que eligen el azul o el verde oscuro, son aquellos madurillos que prefieren el respeto, la
elegancia y el estatus. Los que se van por el negro, al igual que los que prefieren el blanco, son los más bipolares del lote. Por una parte, son
los que aman el poder y se sienten seguros y dueños de sí mismos, y a la vez,
son agresivos y no se andan con chicas a la hora de pisar a fondo el
acelerador. Sin embargo, también pueden ser los que eligen la elegancia y la
sofisticación en los modelos de lujo.
Los que aman
el color rojo o el amarillo, son aquellos de espíritu
rebelde, pretenciosos y agresivos que les gusta llamar la atención y que están
siempre conectados con todo lo que ocurre a su alrededor, especialmente si
algún idiota los quiere adelantar.
Es
justamente por culpa de esta fauna de automovilistas que azotan las calles de
todas partes, que Algarrobo tiene la obligación de hacer valer sus derechos y
bajarles los decibelios a todos aquellos visitantes y residentes que tenemos
malas costumbres y que a veces nos domina ese ánimo maldito, el loco arrebato que nos hace transformarnos
en ‘rápidos y furiosos’.
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