por Alien Carraz
Un día cualquiera, hace unos 385
millones de años, la naturaleza de esta Tierra le dio el vamos
al acto sexual en la línea del “coito”. Es decir, por primera
vez en toda la historia de los devaneos y las formas
surrealistas de fertilización conocidas, dos seres de carne y
huesos obviaban los cocteles y el palabrerío, y se lanzaban de
cabeza al acto impúdico y salvaje con la inclusión de dos órganos
en un “dale matraca” (con penetración) que terminaba en
eyaculación y suspiros. Bueno, lo del suspiro es una forma de decir,
porque estos amantes no eran otros que unos seres en la forma de una
salamandra o algún guarisapo gigante, llamados microbrachius.
Unos peces de 8 cms, cubiertos de una armadura de hueso y
pertenecientes a la familia de los placodermos (los primeros
invertebrados con mandíbula).
El asunto es que los
macrobrachius se revolcaban en los lagos de Escocia (muchísimo
antes que los chicos de las faldas y la gaita inventaran el whiskey).
Lo especial de este despertar sexual es que estos peces “lo hacían”
de costado, algo así como aquel baile baboso y alegre (con
pretensiones de Travolta) cadera contra cadera, que nosotros
practicábamos en las disco después de algunos rones. De hecho, los
calentones macrobrachius tenían una especie de brazos muy cortitos
(que en un principio parecían parte de alguna evolución que los
llevó de la tierra al agua) que les servían para aferrarse
apasionadamente unos a otros mientras le daban a los jadeos de
soslayo que era un gusto.
Una vez ya instalado el
sistema coital entre la masa de cachondos de todas las especies,
y como una forma de asegurar la sobrevivencia de muchas de ellas por
la vía del deseo y el arrebato por montarse a las hembras, esta
práctica fue paulatinamente perdiendo el estricto rigor del sexo con
fines reproductivos y se transformó en un despelote, una chacota
donde todo aquel que tuviera nalgas corría peligro de acabar
mordiendo la almohada y de transformarse en un Ricky Martin
cualquiera. De hecho, los científicos más avezados en el tema nos
revelan que las manifestaciones sexuales entre iguales en muchos
animales -algo llamado homosexualismo desde que se enquistó
la moral de las dictaduras religiosas entre los humanos- tenía
implicaciones positivas relacionadas con la sociabilidad del grupo,
la manada, el cardumen o lo que fuera.
Algunos peces machos
exteriorizan actos de apareamiento con iguales que, contrariamente a
lo que se pudiera pensar, incrementan sus posibilidades de encontrar
a la hembra adecuada. Éstas, se sienten especialmente atraídas
hacia un macho que es capaz de despertar el interés tanto de iguales
como del sexo opuesto. O sea, el cachondeo entre los peces poecilia
mexicana (por ejemplo) rinde sus frutos, y en vez de que te
apunten con el dedo y las viejas copuchentas hablen a tus espaldas
por andar meneando la cola entre machotes, las chicas de tu barrio te
harán señales cautivadoras y hasta cambio de luces con sus ojitos
cuando tú pases frente a su pecera.
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