por Alien Carraz
"El rencor es como beberse un veneno y esperar que la otra
persona muera" Carrie Fisher
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No sólo quería matarlo,
sino también deseaba ¡con todas sus fuerzas! hacerlo sufrir.
Para ella, Carlos, era un hombre sucio y estúpido, un pobre idiota
que no sabía nada de amor ni de cariño ni de amistad ni de cualquier cosa que
se le pareciera. Era apenas un imbécil presumido, uno de esos tontos que sólo
miran espejos y que cuando abren la boca para decir algo, casi todas las
palabras que escupen tienen que ver con ellos mismos.
Su corazón se
retorcía de rabia y despecho.
Sentada al volante
del coche de su tía Hortensia estacionado a 50 metros de la entrada que
conducía al departamento del “imbécil”, Marcela, lo vio venir. Caminaba
de esa manera tan propia de algunos cabezas huecas que creen que el mundo
entero observa sus pasos. Su andar era como un balanceo en el que sus hombros
llevan un ritmo y las caderas van al compás, mientras su cabeza va oscilando de
un lado hacia el otro al tiempo que sus ojos parecen buscar la mirada de todas
las mujeres -lindas o feas- que se cruzan en su camino, y todo para
sentir el gusto de verse reflejado en las pupilas de alguna que se encienda y
le devuelva una sonrisa…
¡Qué estúpido
farsante! –sus manos se crispan sobre el volante mientras una rabia cada vez
más tortuosa la corroe por dentro
Lo ve detenerse junto a una hermosa muchacha de pelo rojo. Ella,
sonríe con descaro y le da un beso en la mejilla. Marcela, los ve reír a
carcajadas.
Un par de lágrimas
ruedan por sus mejillas y su boca tiembla de ira…
Carlos, continúa
su camino y tras recorrer unos cuantos metros, lo ve detenerse junto a una
rubia de pelo enmarañado que le sonríe abiertamente. Ella, le pone una mano en
su hombro y luego parece decirle algo al oído y le da un abrazo…
Marcela, siente
que le falta el aire…
De pronto, un coche se detiene junto a ellos y de él se baja un
hombre casi tan alto y atlético como Carlos. Se enfrentan. El tipo se acerca
impetuoso y sin mediar palabras le da un golpe de puño en plena mandíbula.
Carlos, cae al piso, pero casi inmediatamente logra ponerse de pie y como
respuesta lanza un puntapié que da de lleno en la entrepierna de su oponente.
El tipo se encoge de dolor, pero se rehace y le da un golpe tan certero a la
boca del estómago que Carlos se retuerce de dolor afirmándose de un poste para
no caer nuevamente. El hombre quiere aprovechar el momento para rematarlo, pero
la rubia interviene a los gritos y lo sujeta. También llega la chica de pelo
rojo y entre ambas logran hacer que el tipo se suba a su auto y se vaya.
Las dos mujeres ayudan a Carlos a subir los 10 escalones hasta la
puerta de entrada al edificio de departamentos. Los 3 desaparecen de la
vista de Marcela.
Marcela, cierra
sus ojos y una nube negra cargada de odios, truenos y relámpagos agita la
tormenta al interior de su cabeza y en su vientre. Decide que ya no hay
más que pueda hacer, arranca el coche y conduce lentamente de vuelta a casa.
Recostada en su
cama, mastica sus pensamientos y observa los defectos del techo. Sin embargo,
lo que ve es la cara de Carlos, su cuerpo atlético, su maldita sonrisa de
mierda, sus ojos soñadores, su estúpida “cosa” (como ella le llama)…esa cosa
que la hace conectarse con un placer enfermizo…con esa forma animal conque él
la hace suya…cómo se mueve…cómo se agita…con esa brutalidad exquisita… ¡Maldito
infeliz!...
¡Mañana será! –dice al tiempo que las pastillas se apoderan de su cuerpo y
de su mente y siente como todo se desvanece irremediablemente al tiempo que sus
párpados son incapaces de sostenerse…
Le parece escuchar unos golpes de nudillos en la puerta
Doña Hortensia, la
mira desde el dintel y suspira. La ve como si fuera un ángel dormido.
El frío sol de la
tarde de invierno en la ciudad cubierta de smog, brilla apenas y no aporta ni
una cuota de calor a través de la barrera que ofrece la bruma del aire sucio.
Los ruidos y las formas de la calle agitada pasan por su lado como si nada
existiera sino sólo su rabia y su dolor.
Se estaciona en el
mismo lugar y espera
Carlos, oculto
tras del árbol, la ve llegar. Piensa que esta vez sí le hablará con toda
franqueza. No le va a mentir. Le va a cantar las cosas claras, aunque duelan, y
no va a cometer el mismo error de ayer cuando prefirió hacerse el idiota y
juguetear con las otras chicas para que ella se diera cuenta que él es como es,
un aventurero, un hombre libre, sin ataduras ni barreras morales…y que no está
preparado para nada que no sea la locura, la risa, la fiesta y el vino…
Si no hubiese sido
por el idiota de Alberto, que apareció de la nada a pelearse con él…¡Qué bruto! ¡Qué estúpido! Otro más en la
lista de los que se amargan con todo…esos bobos y bobas sensibles a cualquier
cosa, a cualquier promesa…¡niños! ¡Eso es lo que son…unos pendejos que no saben
nada de la crueldad de la vida y que están condenados a sufrir!
Por la cabeza de
Marcela van danzando una a una las escenas de su tiempo con Carlos, empezando
por aquella primera vez que le dio su cuerpo…"...Hasta
que te conocí, vi la vida con dolor…". Siempre resonaba en sus
oídos la voz sentida y profunda de Juan Gabriel, y eso le ponía la cuota de
placer masoquista a su dolor. La música era la llama de tristeza que encendía
los recuerdos de su pasión sin límites, esa forma suya de entregarse que nunca
imaginó sería capaz de hacer…con ese desenfreno… ¡Dios, cómo tan loca…!
La invadía una
mezcla de excitación y vergüenza. Su mente la empujaba a mirarse en un espejo
donde su imagen se hacía pedazos… ¿Qué
dirían sus papás si vivieran…? … ¿Qué pensaría su tía Hortensia si hubiera
visto a su adorada Marcelita revolcándose con Carlos y…todos ellos?
Cada rincón de su
cuerpo tenía memoria de largas horas de placer, noches lujuriosas donde sintió
el éxtasis de caricias y bocas y lenguas por toda la piel…¡Tantas sensaciones
exquisitas, repulsivas, deliciosas…todas al mismo tiempo! ¡Tantas manos
ansiosas, tantas “cosas” ardientes, duras, suaves y violentas entrando y
saliendo de su cuerpo…! …¡Tantos jadeos de orgasmos ajenos y propios en sus
oídos…!
¡Maldito hijo de puta! –gritó la voz suya en su cabeza
La embargó nuevamente el dolor y la rabia.
Después de Carlos,
ya no hubo nada ni nadie que la incitara a dejarse ir por el desenfreno. Su
cuerpo y su piel sufrían del recuerdo y las ansias. En su mente, las imágenes
ardientes se transformaban en niebla… y ni sus deseos ni sus manos ni sus
febriles caricias propias, alcanzaban ya para llegar al orgasmo.
Jaime, su nuevo y ocasional compañero sexual,
era un loco hermoso y exquisito, pero su locura era como una tarde de Domingo y
tampoco le alcanzaba para llevarla al éxtasis. Ella, quería de aquella pasión,
quería de ese dolor…le hacía falta la vergüenza excitante de los cuerpos
ardientes, las manos, las bocas, los gemidos y las “cosas” entrando y saliendo
por toda ella…
Se sintió sucia y
perversa. Se dijo que estaba maldita…que no tenía remedio. Fue, entonces,
cuando su cerebro le ordenó que ¡tenía que matarlo!...que era una alimaña
ponzoñosa…que era una mierda…un desgraciado incapaz de sentir amor por
nadie…que no merecía vivir porque…porque…
Las lágrimas corrían
por sus mejillas enrojecidas…
Metió la mano en
su bolsillo y empuñó la pequeña pistola, al tiempo que el llanto la hizo
estremecerse.
Desde su
escondite, Carlos, la vio cubrirse el rostro con sus manos. Le resultó evidente
que lloraba, y eso lo paralizó. Pensó que no era buena idea ir a su
encuentro. Llamó a su amigo Pedro y le pidió que lo recogiera en la
puerta del edificio y que se anunciara con un bocinazo. 5 minutos después,
Carlos, llegaba, se subía al coche y pasaba frente a Marcela que se ocultaba
encogiéndose al interior del auto.
El padre Olegario,
escuchaba atentamente toda la historia que reseñaba la angustiada mujer sentada
frente a él en su oficina.
…Y además, yo siento que ella está
sufriendo, que ha perdido esa alegría de vivir que tenía…Hay algo que la
atormenta y no he logrado sacarle la verdad…¡Sé que hay algo que tiene que ver
con su novio o su ex novio…ya no sé! Ella, es una buena chica…es amorosa,
amable, dulce y tiene un gran corazón… A lo mejor eso es lo que la
perjudica…porque le hace ser frágil… Me angustia verla tan débil, tan
desvalida…pareciera que de pronto hubiese perdido toda su fuerza interior, esa
capacidad suya para sobreponerse a cualquier cosa…
Doña Hortensia,
con sus 50 años encima, y a pesar de su aspecto de señora sobria y acomodada,
sabía cuidarse muy bien y se mantenía lozana, fuerte y atlética. Ella, hubiese
preferido haber hablado de estos asuntos con el padre Amador, pero éste andaba
de viaje por España. No conocía al padre Olegario y, para su gusto, le parecía
que era demasiado joven y… moderno. Ella creía que el padre Amador era un cura
con mucha experiencia y tan bueno como sabio.
¿Quiere que yo
hable con ella? –los ojos del padre Olegario se fijaron en el generoso busto
de Doña Hortensia. Le pareció que ella debía tener sus senos firmes a pesar de
la edad.
Bueno…sí…le
preguntaré… -la
mirada del cura la incomodó, aunque ella lo atribuyó a que probablemente él
intuía su miedo, ese temor que sentía de que Marcela se enojara cuando se
enterara que ella andaba ventilando sus cosas con un sacerdote desconocido…
A Marcela no le
gustaban ni los religiosos ni los curas. Desconfiaba de todos ellos y tampoco
confiaba en Dios…en cualquier dios.
Marcela, era una
chica bellísima. Su cabellera corta y lisa de color celeste contrastaba de
maravilla con la palidez de su piel y sus ojos verdes. El mechón que cubría un
costado de la cara y parte de su ojo izquierdo le daba ese aspecto de chica
rebelde que ponía nerviosa a su tía, la que tampoco se sentía muy contenta con
sus ropas ajustadas que delataban las curvas y redondeces de un cuerpo sensual,
hermoso y bien formado.
Después de la
rabieta que le vino cuando se enteró de lo del cura, su tía, tuvo que
amenazarla de no contar con el auto hasta que no fuera a hablar con el padre. A
regañadientes, y ante la perspectiva de quedarse a pie, sin sus paseos fuera de
la ciudad con la música a todo volumen, prefirió prometerle que iría a
verlo.
El padre
Amador anda en España…me habría gustado que hablaras con él…
¿Y qué pasa con
el otro cura?
No sé. No
tengo idea. No lo conozco
¡Ay, tía…ya me
metiste en esto y la verdad es que no sé para qué…¿Qué tengo yo que contarle a
un cura? ¿Qué sabe un cura de nosotras las mujeres? ¿O me vas a decir que son
expertos en mujeres con problemas…románticos o sexuales…?
¿Qué problema
sexual? –su
tía la miró con cara de angustia
¡Ay, tía…es
una forma de decir!...es sólo para que entiendas que los curas no saben nada de
las cosas de una…¡Qué van a saber! –remató, alzando los brazos
Marcelita, a
mi me preocupas tú. Yo creo que te haría bien hablar con alguien que tenga una
gran fuerza espiritual que te pueda orientar…Es bueno abrirse con quien está
capacitado para escuchar y dar consejos…¡Qué mejor que un padre enfrascado en
la fe y el amor al prójimo…!
¡Ay, tía…qué
ilusa eres!...Los curas de hoy andan en otras cosas…Ya ves todas las historias
que se han destapado por ahí…
¡Por Dios,
Marcelita…tú siempre tan rebelde y desconfiada! No por un par de frutas
podridas vas a desconocer la bondad de tantos hombres santos que han salvado a
tantas almas descarriadas…
¿Un par? ¿No
serán cajones completos de frutas llenas de gusanos? –la rodeó con sus
brazos y le dio un ‘apretón de oso’, un acto de cariño que las hacía reír a
ambas.
¡Ay, tía, tú eres una mujer demasiado buena y noble para este
mundo…!
Doña Hortensia, creyó que ese era un buen momento para preguntar
Marce…¿Y qué
ha pasado con tu novio Carlos que no te he vuelto a ver con él en tanto tiempo?
¿Es que terminaron?
El semblante de
Marcela se oscureció. La abrazó aún más fuerte
Tía, no quiero
hablar de eso ahora. No viene al caso ni tiene importancia…Dejemos que ese
idiota desaparezca de mi vida para siempre…
Doña Hortensia se desprendió del abrazo para mirarla a los ojos
¿Estás segura, Marcela?
¡Sí, tía…estoy segura!
Doña Hortensia, no
era experta en psicología, pero su corazón le dijo que su querida Marcelita no
le decía toda la verdad.
Carlos, era un
tipo que nació para disfrutar cualquier cosa que la vida tuviera para dar,
siempre y cuando, fuera loca, excitante o divertida. Él no se hacía problema
con ninguna de las formalidades ni la moralidad de cualquier asunto. Desde niño
había aprendido a sacarle provecho a lo que fuera sin hacerse demasiadas
preguntas ni caer en los cuestionamientos o sentir culpabilidad por desear y
hacerse de cosas que no eran suyas y que tampoco era necesario pagar por ellas.
Él, prefería gozar la adrenalina que le producía usar sus trucos para abrir
puertas, cajones o descubrir los escondites donde otros, ya sea padres, hermanos,
familiares o conocidos, guardaban sus cosas de valor. También, gozaba
espiando a las mujeres y sus intimidades. Era un fisgón impertinente que
había aprendido que la gente oculta muchas más cosas de las que enseñan o se
pueden intuir, y no sólo cosas materiales, sino otros secretos, otros vicios y
perversiones.
Cuando la vio por
primera vez, intuyó al instante que Marcela era una chica ardiente y deseosa; y
aunque ella no hizo nada para que él sacara tales conclusiones, Carlos, supo
leer en su mirada, en sus gestos, en esa forma que tenía de cruzar sus piernas,
todo aquello descocado que habitaba en ella y que los demás no eran capaces de
presentir ni vislumbrar. Se deleitó imaginándola desnuda y desbordada en un
loco frenesí. Presintió, casi de inmediato, que con ella habría mucha locura y
deliciosos vicios que compartir.
Marcela, era una
chica apasionada y fogosa. Tenía una imaginación tan volátil que podía
sucumbir a los deseos y sentir unas ganas locas de masturbarse en los momentos
menos propicios y en los lugares menos adecuados. Esa pasión desbordada la
hacía entrar en una lucha interna en la que su mente le decía que su cuerpo era
su templo, su guarida, su dominio y pertenencia, y que no había nada de malo en
gozar de esas sensaciones exquisitas que le producían sus manos, tocando,
acariciando…entrando y saliendo en cada rincón de su cuerpo. Sin embargo, su
corazón la maltrataba. Le decía cosas feas, la acusaba de ser sucia y perversa.
Sus emociones sucumbían muchas veces al conflicto de toda una vida de
colegio entre monjas, misas, padrenuestros, avemarías y donde casi todo lo que
abría la llave de sus deseos e imaginaciones era pecado.
Muchas veces, y
mientras se acariciaba encerrada en el baño, se miraba intensamente a los ojos
en el espejo hasta que su cuerpo empezara a temblar y sacudirse en el gozo y
los deliciosos estertores del orgasmo…Muchas veces, también, se odiaba por
insistir en eso. Otras, lo disfrutaba intensamente porque la mujer ardiente
frente a sus ojos no era ella sino alguien, una chica exquisita, loca y
rebelde, y eso era algo que la seducía hasta el paroxismo.
Sus espontáneos
arrebatos de placer y su constante conflicto moral, la habían llevado a ser una
joven retraída y solitaria. No es que hubiese perdido su natural conecte
con la gente, pero ahora prefería rehuirla y conducir fuera de la ciudad con la
música llenado todos sus sentidos y el aire frío de la sierra colándose por la
ventana abierta y golpeando en sus mejillas.
Cuando el padre
Olegario la vio entrar, inmediatamente se sintió invadido por esa sensación que
era como una corriente eléctrica, una vibración de placer subiendo por sus
muslos. Su piel y su entrepierna reaccionaron de la misma manera que frente a
la pantalla de su laptop donde los cuerpos desnudos de las chicas le hacían
temblar de pies a cabeza.
Parado frente a
ella no supo si saludarla de un beso en la mejilla o darle la mano. Ambos se
quedaron observándose mutuamente
La mirada seria e
interrogante de Marcela le hizo sentir que no debía transmitir ninguna emoción
ni deseo en sus ojos. Adoptó su mejor postura de sacerdote y una mirada de
quien está por encima de las tribulaciones banales del mundo.
Marcela, creyó
captar en el cura alguna tensión o quizás superficialidad…como si estuviera
calculando la forma en que debía comportarse con ella.
El padre Olegario,
se dio cuenta que esa deliciosa chica al frente suyo… desconfiaba
Marcela, creyó ver
un bulto sobresaliendo del pantalón del cura
Toma asiento -dijo el padre Olegario
bruscamente y fue a sentarse tras el escritorio. Le pareció que los ojos de la
chica se habían dirigido a su entrepierna. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para
controlar su incomodidad.
No era la primera
vez que una mujer se había dado cuenta de una erección suya. Claro que con muchas
de ellas todo terminó bien y pudo disfrutar de sus desenfrenos, gozarlas
y revolcarse con ellas. Había aprendido que muchas mujeres se erotizan con la
idea de tener sexo con un cura. Un fetichismo sexual que ellas saben guardar
muy bien y que jamás revelarían a nadie.
Sin embargo, el
cura presintió que con esa chica las cosas podían salir mal. Optó por una
postura sobria y profesional. Con los codos sobre el escritorio y sus manos
entrelazadas al frente, la miró con la mejor cara de solemnidad que pudo poner
¿En qué puedo
servirte? –dijo
Marcela, percibió
el cambio de semblante del religioso. No había nada en la mirada de ese hombre
que le produjera confianza.
¿Sabe qué,
padre?...Yo creo que ha sido un error haber venido…
El cura se quedó
de una pieza.
Mire usted, no
me malinterprete…-dijo Marcela mirándole fijamente- No es nada en contra suya, es sólo que yo
no me siento preparada para hablar de mí en frente de alguien…mejor dicho, con
alguien, a quien no conozco…¿Me entiende?
Bueno, yo sólo
soy un servidor de Cristo…-el rostro del cura pareció transformarse en la imagen de algún
santo de esos que aparecen en las estampitas
Yo, sólo
escucho el corazón de las personas, sus penas, sus miedos…-agregó, con una calculada
serenidad en su mirada
Marcela, se puso
de pie
Le agradezco
su tiempo, pero tengo que irme…-dijo, y sin mediar ningún gesto que determinara sus emociones, se
encaminó a la puerta y abandonó la habitación
El cura se quedó
estático. Sin embargo, sus ávidos ojos alcanzaron a disfrutar de la vista del
sinuoso trasero de Marcela antes que ésta cerrara la puerta de la oficina tras
de sí.
Carlos, la vio
cruzar la calle y subirse al coche. No sabía con claridad porqué le había dado
por seguirla. Presentía que Marcela andaba en algo que tenía que ver con él.
En qué andas
tú, chiquitina? –exclamó dando golpecitos rítmicos con sus dedos sobre el
volante- ¿Para dónde vas,
eh?
Marcela, aferró el
volante con fuerza y estiró sus brazos para que su espalda se pegara al
respaldo del asiento. Se miró en el espejo, ordenó el mechón de cabello que le
cubría el rostro y se regaló una sonrisa. Respiró hondamente. Se sentía bien.
Le había gustado ver el gesto de perplejidad en el rostro del cura cuando salió
de su oficina. Sin saber muy bien porqué, se sintió fuerte y decidida. En su
mente se disparó la imagen de Jaime e inmediatamente sintió una ola de calor en
su entrepierna.
¿Hola? –la voz de Jaime en el
celular fue suficiente para ella, sin mediar palabra cortó la comunicación,
soltó una carcajada, arrancó el coche y pisó el acelerador.
La cara llena de
risa de Marcela que Carlos alcanzó a ver mientras pasaba al frente suyo del
otro lado de la avenida, lo dejó entre perplejo y desconcertado. Desde donde
estaba estacionado, una larga fila de vehículos no le permitía entrar al
tráfico de la calle. Maldijo con rabia, y sin dudarlo, metió la punta de la
camioneta temerariamente, y tras obligar a frenar bruscamente al auto que
pasaba, salió del estacionamiento y dio la vuelta en u en la avenida en medio
de los bocinazos e insultos que le llegaron de todas partes.
Marcela, detenida
frente al semáforo en rojo, escuchó el escándalo de chirridos de neumáticos y
bocinazos a sus espaldas, y al mirar por el espejo retrovisor, pudo ver la
camioneta de Carlos tomando la avenida en dirección suya.
¡Vaya! ¿Y éste
que se trae? –se dijo, al tiempo que de sus ojos parecieron brotar brillos
perversos- ¿Acaso me está
siguiendo el muy imbécil?
Lo que Carlos
nunca esperó fue que el automóvil de Marcela estuviera tan cerca cuando se le
ocurrió dar la vuelta estrepitosamente en la avenida. Presintió que ella lo
había descubierto, y entonces, sin dudarlo, dobló a su derecha en el pasaje que
estaba a no más de 6 metros del coche de Marcela.
Sin poder
evitarlo, ella giró su cabeza para mirarlo. Carlos, sintió una especie de
escalofrío cuando sus miradas se encontraron.
¡Puta
madre…esta loca me odia! -fue lo primero que pensó- ¡A la mierda con ella. Ya no hay nada más que hacer! -fue
lo otro que se dijo antes de escupir por la ventana
¡Hijo de puta! –gritó para sí,
Marcela, que vio en el escupitajo una señal de su desprecio por ella
Jaime, era un muchacho muy ordenado. Un tipo conservador, arquitecto recién recibido, que
prefería salir a correr al parque o la compañía de una bicicleta en solitario o
de algún buen libro en el sofá, a la algarabía de mucha gente o el bullicio de
las risas y el palabrerío intrascendente después de los aperitivos. Para muchos
de sus conocidos (porque amigos no tenía), como también para Marcela, era un
tipo atractivo, agradable, pero sin mucha chispa ni tampoco mucha gracia. Era
el perfecto acompañante para un sábado en la noche sin nada que hacer y un
compañero sexual al que se le podía sacar partido pidiéndole en la cama que
hiciera esto o aquello o así y asá. Para Marcela, era un chico adorable que la
escuchaba con suma atención y quien le brindaba una reconfortante seguridad,
como la de un amante leal y protector. Sin embargo, nada en ella hervía de
gusto o placer cuando Jaime le decía cosas al oído con voz entrecortada mientras
sus cuerpos arremetían el uno contra el otro. El sexo con Jaime era una fruta
con poco dulce, un Chardonnay casi tibio, un momento de placer que no le
alcanzaba para despejar sus emociones llenas de sombras, ni para escapar de las
ansias por aquellas locuras de ayer cuando por cada lugar de su cuerpo y por
cada espacio sensible de su piel, todas las manos, todos los labios y todas las
bocas le hacían delirar de gozo, al tiempo que su propia boca y su lengua
besaban y jugueteaban con todas las “cosas” de ellos y ellas…todas las pieles,
todas las carnes…
Marcela, sintió
rabia e impotencia. Esa emoción que la hacía sentir sucia y perversa la invadió
como un remolino de calor intenso y sofocante. Cuando el coche delante suyo se
puso en movimiento, no tenía ya memoria de cuál era su plan ni hacia dónde se
dirigía. El recuerdo de Jaime se había borrado por completo, al tiempo que su
punzante rabia en contra de Carlos aumentaba progresivamente.
Cuando Carlos
estaba estacionando su camioneta al frente del edificio, vio venir hacia él la
alta figura de Alberto.
¡Mierda! -exclamó- Veamos en qué plan viene este idiota
Se bajó, cerró la
puerta de la camioneta y apoyó su espalda en ella con todos sus sentidos
alertas por si el asunto explotaba en una pelea
A pesar de su
porte atlético y su mirada fiera y decidida, la homosexualidad de Alberto se
transparentaba a través del temblor de sus labios y por aquella forma en que
movía su cabeza y sus manos para expresar toda su furia y frustración
Cuando Alberto
estaba a un par de pasos, Carlos, estiró el brazo enseñando la palma de su mano
en señal de advertencia
Espero que no
vengas a buscar bronca porque no estoy de humor para reventar a nadie –dijo con voz amenazadora
Alberto, se detuvo
a un metro de distancia. Sus ojos de color miel estaban húmedos y cubiertos por
un halo de opacidad y tristeza
No, Carlos, no
vengo a pelear contigo. Sólo quiero que nos sentemos tranquilamente y hablemos –apoyó también su
espalda en la camioneta.
Ambos se quedaron
mirando el suelo por unos instantes, como ordenando sus pensamientos y
calculando las palabras que tendrían que salir de sus bocas.
De pronto,
Alberto le tomó del brazo
¿Sabes que te
amo…verdad? –
su mirada expresaba angustia y dolor
Carlos, se
revolvió inquieto y fastidiado. Quitó su brazo de la mano que lo aprisionaba,
caminó un par de pasos y luego se giró para enfrentarlo
¡No quiero que
sigas con eso! -dijo con vehemencia- No puedo corresponder a lo que dices. Eres un amigo y te
aprecio como tal, pero no más que eso…
El rostro de
Alberto se transformó completamente. Su mirada se volvió ardiente y feroz
mientras los músculos en su mandíbula denotaban unos dientes apretados al
máximo
¿¡Eso es todo
lo que tienes para decirme, cabrón!? ¿¡¡Eh!!? –la frase aguda y violenta,
más el rostro descompuesto de Alberto a escasos centímetros del suyo, le
hicieron dar un brinco hacia atrás y levantar sus manos al frente en actitud de
defensa
¡Cálmate…cálmate!...¡No
insistas en tus locuras, Alberto…no jodas!
Fue lo último que
alcanzó a decir. La descarga eléctrica le dio de lleno en el pecho. Cayó
fulminado al piso preso de terribles convulsiones. Su debilidad cardíaca pareció
multiplicar el efecto de la descarga.
Alberto, lo miró
con desprecio infinito. Al pasar por su lado se agachó para gritarle
¡Ojalá que te
mueras, hijo de puta!
En la calle vacía
no hubo nadie que pudiera socorrerlo. Abrió los ojos y su vista se perdió en el
azul brillante del cielo. Después, su corazón dejó de latir para siempre.
Marcela, se dejó
caer boca abajo en su cama. Se quedó quieta unos segundos y luego se giró de
espaldas con la mirada extraviada como si buscara algo en el aire que no podía
ver. Todo en ella estaba a punto de estallar. Tomó una almohada y la abrazó con
desesperación, como si se aferrara a lo que más amó en la vida…y fue entonces
que su cuerpo se convulsionó y el llanto brotó desde sus entrañas como un grito
desgarrador que durante los varios minutos que siguieron se repitió muchas
veces hasta hacerle sentir que se había vaciado por completo. Quedó exhausta.
Tuvo que respirar
profundamente varias veces para recobrar el aliento, y tras secar sus ojos con
la almohada y calmar el ardor, la patética foto de Carlos muerto que alguien le
hizo llegar a su celular se diluyó del todo en su mente extenuada, y
finalmente, se quedó dormida.
Doña Hortensia,
con el rostro afligido, la observó desde la puerta entreabierta y luego, algo
más aliviada por verla dormida profundamente, cerró tras de sí.
Cuando despertó,
se sintió muy tranquila, ligera y dominada por una energía que la puso a cantar
su canción favorita en la ducha mientras el agua tibia cayendo sobre su cabeza
parecía reanimarla por completo. Y cuando en su mente se dibujó fugazmente la
imagen de Carlos tendido en el suelo, no sintió ni una pizca de tristeza. Lo
que sintió fue una gran liberación en sus emociones. La culpa, la rabia, el
rencor, su ardiente desprecio por sí misma, habían desaparecido por completo.
Fue como si de pronto le hubiesen borrado la memoria de sus emociones y las
hubiesen reemplazado con unos sentimientos llenos de luz, fuerza y optimismo.
Así, y mientras
sus manos enjabonaban su cuerpo, sintió de pronto el despertar de la llama del
deseo. Sus dedos acariciaron sus pezones que se encendieron
inmediatamente y se pusieron rígidos. Lo que le pareció extraño fue que
en su mente no se sucedieron esas recurrentes imágenes de otros cuerpos
desnudos, otras caricias y otras “cosas” entrando en ella, sino sólo el rostro
encendido de Jaime y sus temblorosas y bobas palabras ardientes en su oído. Sus
manos bajaron hasta su entrepierna, y el suave y sedoso masaje de sus dedos al
interior de sus muslos, luego en su vagina y después en su clítoris le hicieron
arder la sangre y la piel y una ola de placer la recorrió entera hasta que su
pelvis terminó de agitarse y un delicioso flujo de gozo la hizo estremecer. Se
maravilló de haber alcanzado el orgasmo en menos de un minuto y de no haber
necesitado de espejos ni de las imágenes de otros cuerpos desnudos, sino tan
solo la trémula voz de Jaime susurrando en sus oídos.
¡Jaime! –evocó
nuevamente su imagen y al instante le brotó una risa alegre y juguetona
Cuando se miró en
el espejo ya no se vio sucia ni perversa. Se sintió igualmente loca, pero
fresca y renovada, con ganas de salir, subirse al coche y manejar a toda
velocidad.
Se vistió
rápidamente y buscó a su tía Hortensia. La sorprendió en la cocina y sin darle
tiempo de voltearse la abrazó por la espalda y la llenó de besos en ambas
mejillas.
Te quiero, tía. Eres mi ángel de la guarda…
Sus ojos estaban
húmedos, conteniendo apenas las lágrimas que pujaban por escaparse
Doña Hortensia, se
dejó hacer percibiendo en su corazón que Marcela parecía haberse liberado de
muchas de las oscuridades que la habían acechado y doblegado por tanto
tiempo. Se sintió feliz.
Cuando se dio
vuelta para mirarla pudo ver nuevamente a la descocada chica de ojos
brillantes, alegre y boca floja que siempre amó.
No quiso
retenerla. Todo lo contrario, la instó a partir sin preguntar siquiera a dónde
iba. Doña Hortensia presentía que su Marcela necesitaba cancha y espacio para
reencontrase consigo misma.
Cuando Marcela
estacionó el coche y lo vio recobrando el aliento en el sendero del parque
donde solía correr, se dio cuenta de lo lindo, lo bueno, lo dulce y lo hermoso
que era.
El sonido del
claxon le hizo a Jaime levantar la vista y descubrir a Marcela estacionada a
pocos metros. Le sorprendió ver su rostro sonriente con unos ojos abiertos de
par en par como no recordaba haberlos visto en mucho tiempo. Sintió un
agradable calor en la boca del estómago y su corazón se puso a bombear más de
prisa. Sus miradas se fundieron en una alegre y mutua caricia.
Marcela, se bajó
del coche de un salto y se echó a correr hacia él…